Mis primeros recuerdos de la feria de Albacete son borrosos. No en vano se remontan en el tiempo un montón de años, casi toda una vida. Desde entonces ha llovido mucho. La Feria, conforme la recuerdo de niño, ha cambiado y para bien.
Su llegada significaba el final del verano. Se acababan las vacaciones y se acercaba el frío y la vuelta al colegio, a la rutina. Las primeras imágenes que recuerdo empiezan cuando, con mi familia, vivía en Las Casas Baratas, bloques de viviendas sociales del antiguo régimen, situadas frente al seminario, que todavía siguen en pie y que, en aquellos años como ahora, eran el hogar de familias humildes y trabajadoras.
Mi colegio era San Fulgencio, y mi zona de juegos un triángulo cuyos vértices eran mi casa, en Obispo Polanco, la piscina de Educación y Descanso, y el  jardín del Santo Ángel. Más o menos me movía en torno a la parroquia de Fátima, muy cercana a la feria, pero entonces la fisonomía de aquella zona en muy poco se parecía a la actual.
Un día normal de feria consistía en pasar la mañana jugando con mis primos y amigos casa de una tía mía, que vivía en la calle Pérez Pastor, junto a la Piscina de Educación y Descanso, hoy llamada José Pastor, lo cual considero un acierto por cuanto de reconocimiento supone a quien tanto hizo por la natación albaceteña.
Eso de jugar en la calle era posible por el hecho de que entonces, dicha calle, no estaba asfaltada, ni falta que hacía, apenas pasaba algún destartalado vehículo que nos pitaba, nos apartábamos y una vez había pasado, volvíamos a nuestros juegos. Tras comer y una pequeña siesta, en compañía de mi madre y mis tías, con nuestra mejor ropa, íbamos a la feria. Derechos al anillo central, donde se alquilaban sillas de anea y tomábamos posiciones. Colocábamos las sillas en círculo y nos disponíamos a pasar varias horas allí, jugando, corriendo, y luego merienda cena. Por supuesto llevada desde casa. Como si fuera la playa, los bocadillos, y en ocasiones la nevera no faltaba. Al final de la tarde llegaba mi padre y mis tíos de trabajar. Aguantábamos un poco más y a casa.
Algún día nos prometían que si nos portábamos bien, al día siguiente nos llevarían a pasear por el rabo de la sartén y el paseo. Si teníamos mucha suerte incluso nos subían en los caballitos. Esa noche no dormíamos pensando en el día siguiente. Alguna vez echábamos a la tómbola, solo a la de Caridad, ya que, si nos permitíamos un exceso como tentar a la suerte, al menos que fuera para ayudar a una buena causa.
Jamás olvidaré cuando nos acercaron al puesto de fotografía ambulante, allí, nos colgaron unas cartucheras y un sombrero de vaquero y con una vieja máquina con trípode nos hicieron una foto para el recuerdo. Aún me acuerdo que el fotógrafo tenía una especie de pony disecado o algo así, pero el precio por hacerse la foto subido en él se escapaba de nuestro presupuesto. Solo nos quedó soñar con aquella foto imposible.
Eso sí, todas las ferias había un día especial, cuando nos llevaban a recorrer  los anillos interiores. Admirar aquella cantidad de juguetes era el no va más. Discutíamos sobre cual elegir, como si pudiéramos. Al final, nos feriaban un coche de plástico, o una pistola de pasta o con suerte una pelota. Pero ese día era el más grande de la feria.
Incluso recuerdo los puestos de aparejos para carros y caballerías, así como innumerables aperos para el campo, en lo que entonces se llamaba La Cuerda. Allí se compraban y vendían utensilios de lo más variopintos y desconocidos para los ojos incrédulos de un niño como yo. No acertaba a adivinar para que servían, ni porqué provocaban tanta expectación entre los mayores. Y lo que más llamaba nuestra atención eran las mulas y caballerías que allí se exponían para su venta. Esta zona formaba un cuarto anillo exterior al edificio, y ocupaba desde donde hoy se colocan las atracciones especiales hasta donde están las actuales casetas de peñas y asociaciones.
Alguna vez podíamos tirar al blanco con unas escopetas que disparaban corchos y que nunca iban donde uno apuntaba. Los mayores se tomaban un vino en La Borrica y a nosotros nos compraban unos churros. Aquellos días quedaron grabados en mi memoria. Ese olor a algodón. Esas manzanas caramelizadas. Los puestos de panochas asadas -ahora las llaman mazorcas-, más bien quemadas y que aborrecía. La música, las luces, la gente, el ruido, las catacumbas, el laberinto de los espejos, el tren de la bruja o de los escobazos, unos destartalados coches de choques, la ola y la noria. Poco más.
Sí guardo un recuerdo especial para aquellas atracciones que consistían en fenómenos extraños o desconocidos, muchos de ellos con trucos inimaginables o indescifrables para un niño, posiblemente también para muchos mayores. Así recuerdo la mujer barbuda, el hombre más pequeño del mundo, la mujer serpiente, el forzudo, las mujeres más gordas del mundo, la mujer de dos cabezas, etc. Siendo ya un poco mayor, una tarde que íbamos solos los amigos, entramos a una atracción que consistía en recrear la primera ejecución en la silla eléctrica de la historia (Willian Kemmler, en la prisión de Auburn, el 6 de agosto de 1890). Sencillamente horrible. Una pesadilla.
Otro entretenimiento era ir a Los Jardinillos, a beber agua, correr, jugar y ver su fuente con peces de colores. Punto y aparte era escuchar la música de la Caseta, donde se daban cita las gentes más elegantes y recatadas de la ciudad, al menos a nosotros nos lo parecían. Antes, nos acercábamos a la puerta de la  Plaza de Toros, junto a nuestras madres, a ver si salía algún torero a hombros. Era el jolgorio padre. Los chiquillos jaleábamos y aplaudíamos como si supiéramos lo que hacíamos.           
Luego la feria fue cambiando y yo también. Pero esa es otra historia.
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